Al entrar ves lo que nunca le puede faltar a un cementerio decente: una manada de gatos liderada por un peludo gato negro. Lo primero que hice fue rascar su cabeza a cambio de un ronroneo y una mirada de sus profundos ojos verdes. Hay algo místico en los gatos. Algo que saben y que no les interesa compartir. Algo que hace que un cementerio sea el lugar ideal para contemplarlos. Habitan el limbo entre lo vivo y lo que aparentemente se fue.
En vez de contratar uno de los tours ofrecidos en la entrada escogí a este gato como mi guía (o, ¿será que él me escogió a mí?). Me llevó a través de las calles de mármol y se sentó cómodamente a esperarme en los escalones de criptas que lograron sacarme un escalofrío. En algunas ocasiones me veía desde la puerta de un mausoleo y maullaba, como indicándome el domicilio de un amigo a quien ha aprendido a amar por años de convivencia nocturna. Éramos una visión graciosa. Los dos forrados de negro, paseando. Incluso alguien se acercó a preguntarme si era mi gato.
En un punto me quedé leyendo el epitafio en forma de poema que el destrozado padre de Liliana Crociati había mandado poner en su tumba. Era dolorosamente bello, al igual que el rostro de bronce de la joven que, junto con su perro, decoraban la fachada de una de mis criptas favoritas. Cuando volteé, mi amigo felino se había esfumado, por lo que tuve que seguir recorriendo sola esta inmensa necrópolis.
Entonces encontré a otros moradores del panteón que dieron vueltas en mi cabeza incluso semanas después de haber visitado el cementerio. No sé por qué, pero quedé conmovida por las estatuas. No podía dejar de pensar en ellas.
En sus manos limpiando sus lágrimas de piedra, en la ternura con que reciben a quien pasa cerca de las tumbas que custodian, en lo monstruoso de sus proporciones, y sobre todo en sus cuerpos abrazando el recinto de alguien a quien no conocieron y al que, sin embargo, han jurado llorarle para siempre.
Al ver sus rostros de cerca supe que los artistas que las habían creado les habían dado con cada golpe de cincel la consigna de la tristeza eterna. No vivirían para nada más, su destino era convertirse en un consuelo que al final de todo, cuando ya no hubiera nadie vivo para enunciarlo, dijera: “Te recuerdo”, “Pienso en tí”, “Jamás te olvidaré”.
Al salir del cementerio (al cual regresé tres veces durante mi estadía de 6 meses en Buenos Aires) logré ver a mi peludo amigo en la equina de un mausoleo. Cruzamos miradas una última vez y se esfumó como el fantasma que probablemente era.
En vez de contratar uno de los tours ofrecidos en la entrada escogí a este gato como mi guía (o, ¿será que él me escogió a mí?). Me llevó a través de las calles de mármol y se sentó cómodamente a esperarme en los escalones de criptas que lograron sacarme un escalofrío. En algunas ocasiones me veía desde la puerta de un mausoleo y maullaba, como indicándome el domicilio de un amigo a quien ha aprendido a amar por años de convivencia nocturna. Éramos una visión graciosa. Los dos forrados de negro, paseando. Incluso alguien se acercó a preguntarme si era mi gato.
En un punto me quedé leyendo el epitafio en forma de poema que el destrozado padre de Liliana Crociati había mandado poner en su tumba. Era dolorosamente bello, al igual que el rostro de bronce de la joven que, junto con su perro, decoraban la fachada de una de mis criptas favoritas. Cuando volteé, mi amigo felino se había esfumado, por lo que tuve que seguir recorriendo sola esta inmensa necrópolis.
Entonces encontré a otros moradores del panteón que dieron vueltas en mi cabeza incluso semanas después de haber visitado el cementerio. No sé por qué, pero quedé conmovida por las estatuas. No podía dejar de pensar en ellas.
En sus manos limpiando sus lágrimas de piedra, en la ternura con que reciben a quien pasa cerca de las tumbas que custodian, en lo monstruoso de sus proporciones, y sobre todo en sus cuerpos abrazando el recinto de alguien a quien no conocieron y al que, sin embargo, han jurado llorarle para siempre.
Al ver sus rostros de cerca supe que los artistas que las habían creado les habían dado con cada golpe de cincel la consigna de la tristeza eterna. No vivirían para nada más, su destino era convertirse en un consuelo que al final de todo, cuando ya no hubiera nadie vivo para enunciarlo, dijera: “Te recuerdo”, “Pienso en tí”, “Jamás te olvidaré”.
Al salir del cementerio (al cual regresé tres veces durante mi estadía de 6 meses en Buenos Aires) logré ver a mi peludo amigo en la equina de un mausoleo. Cruzamos miradas una última vez y se esfumó como el fantasma que probablemente era.