El viaje empezó turbulento: era viernes a las 6:30 de la mañana, tenía sólo dos horas de sueño y acababa de perder mi vuelo por llegar tarde al check-in. Pero no importaba, después de haber pasado un año bajo el yugo del Godinato, al fin habían llegado mis vacaciones en Guadalajara. Y ni siquiera el hecho de haber pagado un nuevo boleto de avión me iba a quitar esa felicidad.
Mi amiga Janila y yo nos dirigíamos a la perla tapatía con el fin de asistir al festival de música Coordenada, que tendría lugar a la mañana siguiente. Si bien el concierto era nuestro evento principal del fin de semana, lo que en realidad nos tenía emocionadas y locas de felicidad es que esa noche iríamos a cenar a Hueso, el restaurante de Alfonso Cadena.
Por supuesto que la comida era uno de los puntos de principal atractivo, pero lo que nos había llevado a conocer el restaurante no era nuestro estómago, sino nuestro corazón de diseñadoras. Alguna vez habíamos encontrado fotos del restaurante y habíamos quedado impactadas por su decoración. Tiempo después nos enteramos de que el concepto visual era producto de uno de nuestros diseñadores favoritos: Ignacio Cadena. Tal vez el nombre no les suene a todos pero seguramente han disfrutado de más de uno de sus diseños: la identidad para Zona MACO y para Casa del Agua, la exhibición del 125 aniversario de El Palacio de Hierro y, por supuesto, uno de los favoritos capitalinos, Cielito Querido Café. Hueso es el segundo proyecto gastronómico en el que los hermanos Cadena trabajan juntos, siendo La Leche el primero.
Después de pasar todo el día recorriendo la exposición de Vicente Rojo en el Hospicio Cabañas, pasamos por Toño, el amigo que tan amablemente nos estaba hospedando, y nos dirigimos hacia la colonia Lafayette, famosa por los diferentes estilos arquitectónicos de los inmuebles de la zona. Ahí, en el número 2061 de la calle Efraín González Luna, encontramos una casa de aspecto minimalista cubierta por cerámica blanca con patrones geométricos color negro. Llegamos 15 minutos antes de que abrieran así que no nos dejaron ingresar inmediatamente, pero al ver el brillo psicópata en nuestros ojos, y debido a que estábamos tomando fotos de la fachada como paparazzi enloquecidas, nos dejaron pasar al patio y posteriormente al bar, que está separado de la casa.
El interior estaba iluminado por unas cuantas lámparas que le daban al lugar una atmósfera cálida y acogedora. Las paredes lucían amarillas, aunque en realidad eran blancas, o más bien, color hueso; y es que los muros, tanto del bar como del restaurante, están cubiertos por más de 10, 000 huesos. Así es, para este proyecto Cadena + Asociados se dio a la tarea de recolectar huesos, grabados de anatomía, utensilios de cocina y demás objetos (que luego fueron intervenidos por varios artistas) para cubrir cada centímetro del lugar. Esto es lo que habíamos ido a buscar. Nichos con cráneos, fémures, cervicales y huesos iliacos.
La carismática bartender, que estaba divertidísima por nuestra emoción, nos invitó a ordenar algo de la selección de cocteles y cervezas artesanales. Pedimos unos tragos coquetos y nos dirigimos al restaurante. Ahora, aquí debo agregar un asterisco porque empezó a desarrollarse una historia paralela. *Justo cuando íbamos saliendo del bar, hacia el patio, entraron tres muchachos de aspecto interesante. Reparamos en su look de rockstars un segundo pero la emoción de entrar al restaurante fue mayor, así que continuamos caminando.*
El chef Alfonso Cadena creó su restaurante bajo la premisa de compartir, así que aquí hay una sola mesa. La mesa imperial con capacidad de 45 personas cruza el restaurante desde la entrada hasta el patio y es compartida por todos los comensales. En caso de que sentarse a cenar con completos extraños sea demasiado para sus habilidades sociales, en el segundo piso hay cuartos privados que también están huesudamente decorados. A nosotros nos tocó sentarnos junto a una familia de 3 integrantes. Todos sonreímos tímidamente al notar que estábamos realmente cerca unos de otros, pero pronto pasó el shock y cada quien se concentró en continuar con su velada.
Otro punto interesante de Hueso es la cocina abierta, ya que se puede ver al chef y a los cocineros preparando los alimentos que van del sartén al plato una vez están listos. Alfonso deja de lado el decorado para centrarse en el sabor y la transparencia de su cocina.
Nuestro mesero, un amable chico de aspecto hipster, se acercó a explicarnos la dinámica del lugar y a ofrecernos un paté de atún, cortesía de la casa. El menú, que cambia diario y viene firmado por el chef, consta de varias opciones por cada tiempo. Debíamos escoger un solo platillo por tiempo ya que el punto era compartir todo entre nosotros. Nos decidimos por una ensalada con higos fritos y un chamorro bañado en mole de zapote negro, maridado con un poco de vino.
Mientras esperábamos la comida comenzamos a compartir anécdotas y planear el itinerario para el festival de música, *y también entró el trío con el que nos habíamos topado en el bar. Janila insistía en que le parecían conocidos, pero estaban al final de la mesa, así que no podíamos fijarnos bien. En algún punto de la noche, otro de los comensales se levantó y fue a saludar al trío misterioso, lo cual nos intrigó aún más.*
Hasta ahora el diseño de interiores había cumplido con el 50% de una experiencia feliz, pero no sabíamos si la comida causaría el mismo impacto. Llegó la ensalada, que estaba deliciosa, y después una charola enorme donde brillaban el chamorro y sus guarniciones de papas y camotes. Fue amor a primera vista, y también a primer bocado. El chamorro era tan suave que podíamos arrancarle trozos con el tenedor fácilmente. Algo que me encantó personalmente fue que el mole sí sabía a zapote. No había dudas, Hueso era una experiencia completa. Comimos y bebimos tanto que desgraciadamente tuvimos que perdernos el postre.
*Mientras luchábamos contra el mal del puerco, los comensales misteriosos se pusieron de pie y se dirigieron a la cocina para saludar al chef. Hicimos un último intento por reconocerlos pero cuando pasaron la barra los perdimos de vista. Fue entonces que escuchamos el inconfundible “Woo-hoo” de Song 2 salir de la cocina. Los tres nos carcajeamos ante la revelación: “¡Es Blur!” (bueno, casi todo Blur, porque no estaba Damon Albarn).* Esa última carcajada fue el cierre perfecto para una noche de deleites visuales y gastronómicos.
Compartir una comida no sólo se basa en los alimentos sino en el tiempo y el espacio que se vive en común. Las pláticas, la música, la luz y las diferentes reacciones que cada persona tiene a los mismos estímulos, y que enriquecen la experiencia. La comida a veces sólo es el pretexto, pero oigan, ¿qué mejor pretexto que un chamorro recién salido del horno? Ahora sí que dejamos el puro hueso.
Mi amiga Janila y yo nos dirigíamos a la perla tapatía con el fin de asistir al festival de música Coordenada, que tendría lugar a la mañana siguiente. Si bien el concierto era nuestro evento principal del fin de semana, lo que en realidad nos tenía emocionadas y locas de felicidad es que esa noche iríamos a cenar a Hueso, el restaurante de Alfonso Cadena.
Por supuesto que la comida era uno de los puntos de principal atractivo, pero lo que nos había llevado a conocer el restaurante no era nuestro estómago, sino nuestro corazón de diseñadoras. Alguna vez habíamos encontrado fotos del restaurante y habíamos quedado impactadas por su decoración. Tiempo después nos enteramos de que el concepto visual era producto de uno de nuestros diseñadores favoritos: Ignacio Cadena. Tal vez el nombre no les suene a todos pero seguramente han disfrutado de más de uno de sus diseños: la identidad para Zona MACO y para Casa del Agua, la exhibición del 125 aniversario de El Palacio de Hierro y, por supuesto, uno de los favoritos capitalinos, Cielito Querido Café. Hueso es el segundo proyecto gastronómico en el que los hermanos Cadena trabajan juntos, siendo La Leche el primero.
Después de pasar todo el día recorriendo la exposición de Vicente Rojo en el Hospicio Cabañas, pasamos por Toño, el amigo que tan amablemente nos estaba hospedando, y nos dirigimos hacia la colonia Lafayette, famosa por los diferentes estilos arquitectónicos de los inmuebles de la zona. Ahí, en el número 2061 de la calle Efraín González Luna, encontramos una casa de aspecto minimalista cubierta por cerámica blanca con patrones geométricos color negro. Llegamos 15 minutos antes de que abrieran así que no nos dejaron ingresar inmediatamente, pero al ver el brillo psicópata en nuestros ojos, y debido a que estábamos tomando fotos de la fachada como paparazzi enloquecidas, nos dejaron pasar al patio y posteriormente al bar, que está separado de la casa.
El interior estaba iluminado por unas cuantas lámparas que le daban al lugar una atmósfera cálida y acogedora. Las paredes lucían amarillas, aunque en realidad eran blancas, o más bien, color hueso; y es que los muros, tanto del bar como del restaurante, están cubiertos por más de 10, 000 huesos. Así es, para este proyecto Cadena + Asociados se dio a la tarea de recolectar huesos, grabados de anatomía, utensilios de cocina y demás objetos (que luego fueron intervenidos por varios artistas) para cubrir cada centímetro del lugar. Esto es lo que habíamos ido a buscar. Nichos con cráneos, fémures, cervicales y huesos iliacos.
La carismática bartender, que estaba divertidísima por nuestra emoción, nos invitó a ordenar algo de la selección de cocteles y cervezas artesanales. Pedimos unos tragos coquetos y nos dirigimos al restaurante. Ahora, aquí debo agregar un asterisco porque empezó a desarrollarse una historia paralela. *Justo cuando íbamos saliendo del bar, hacia el patio, entraron tres muchachos de aspecto interesante. Reparamos en su look de rockstars un segundo pero la emoción de entrar al restaurante fue mayor, así que continuamos caminando.*
El chef Alfonso Cadena creó su restaurante bajo la premisa de compartir, así que aquí hay una sola mesa. La mesa imperial con capacidad de 45 personas cruza el restaurante desde la entrada hasta el patio y es compartida por todos los comensales. En caso de que sentarse a cenar con completos extraños sea demasiado para sus habilidades sociales, en el segundo piso hay cuartos privados que también están huesudamente decorados. A nosotros nos tocó sentarnos junto a una familia de 3 integrantes. Todos sonreímos tímidamente al notar que estábamos realmente cerca unos de otros, pero pronto pasó el shock y cada quien se concentró en continuar con su velada.
Otro punto interesante de Hueso es la cocina abierta, ya que se puede ver al chef y a los cocineros preparando los alimentos que van del sartén al plato una vez están listos. Alfonso deja de lado el decorado para centrarse en el sabor y la transparencia de su cocina.
Nuestro mesero, un amable chico de aspecto hipster, se acercó a explicarnos la dinámica del lugar y a ofrecernos un paté de atún, cortesía de la casa. El menú, que cambia diario y viene firmado por el chef, consta de varias opciones por cada tiempo. Debíamos escoger un solo platillo por tiempo ya que el punto era compartir todo entre nosotros. Nos decidimos por una ensalada con higos fritos y un chamorro bañado en mole de zapote negro, maridado con un poco de vino.
Mientras esperábamos la comida comenzamos a compartir anécdotas y planear el itinerario para el festival de música, *y también entró el trío con el que nos habíamos topado en el bar. Janila insistía en que le parecían conocidos, pero estaban al final de la mesa, así que no podíamos fijarnos bien. En algún punto de la noche, otro de los comensales se levantó y fue a saludar al trío misterioso, lo cual nos intrigó aún más.*
Hasta ahora el diseño de interiores había cumplido con el 50% de una experiencia feliz, pero no sabíamos si la comida causaría el mismo impacto. Llegó la ensalada, que estaba deliciosa, y después una charola enorme donde brillaban el chamorro y sus guarniciones de papas y camotes. Fue amor a primera vista, y también a primer bocado. El chamorro era tan suave que podíamos arrancarle trozos con el tenedor fácilmente. Algo que me encantó personalmente fue que el mole sí sabía a zapote. No había dudas, Hueso era una experiencia completa. Comimos y bebimos tanto que desgraciadamente tuvimos que perdernos el postre.
*Mientras luchábamos contra el mal del puerco, los comensales misteriosos se pusieron de pie y se dirigieron a la cocina para saludar al chef. Hicimos un último intento por reconocerlos pero cuando pasaron la barra los perdimos de vista. Fue entonces que escuchamos el inconfundible “Woo-hoo” de Song 2 salir de la cocina. Los tres nos carcajeamos ante la revelación: “¡Es Blur!” (bueno, casi todo Blur, porque no estaba Damon Albarn).* Esa última carcajada fue el cierre perfecto para una noche de deleites visuales y gastronómicos.
Compartir una comida no sólo se basa en los alimentos sino en el tiempo y el espacio que se vive en común. Las pláticas, la música, la luz y las diferentes reacciones que cada persona tiene a los mismos estímulos, y que enriquecen la experiencia. La comida a veces sólo es el pretexto, pero oigan, ¿qué mejor pretexto que un chamorro recién salido del horno? Ahora sí que dejamos el puro hueso.